jueves, junio 26, 2008

Comentario del “Prólogo” de “La religión dentro de los límites de la mera razón” de Emmanuel Kant

Lo que Kant, el supremo maestro de ética de Occidente, destaca en este texto, es una situación paradójica para la relación entre Moral y Religión.

Parece que al Kant rigorista, partidario del deber y receloso de la felicidad individual, se le opone un Kant más indulgente que quiere recuperar la Religión para el ámbito Moral y recoge por ello la desdeñada felicidad que, unida a la honestidad, llevaría de la mano a un “bien supremo”. Éste bien acabaría a su vez postulando la necesidad de un Ser Supremo, Omnipotente. Pero se trata de una simple apariencia, esa realidad contradictoria no es la auténtica intención Kantiana.

Destaquemos las dos tesis posibles por separado, para mayor claridad:

A) la Moral es independiente de la Religión. Es un hecho – un Factum der Vernunft – que la razón es práctica. Decide lo que hace según normas que suponen la libertad del sujeto. Kant puntualiza esta perspectiva: la Moral no necesita otro orden superior al hombre para conocer el deber, no hay ningún otro motor que el deber para el cumplimiento de la ley moral. Esto indica que objetiva y subjetivamente la moral se basta a sí misma: “si debes, puedes”. Pero, para que la acción sea realmente moral se mantienen una serie de exigencias y nacen una serie de conceptos que se siguen unos a otros. Así, la acción buena es la realizada no “conforme al deber” ni por inclinación, sino únicamente “por deber”. El valor moral de una acción no radica en su motivo ni en su fin, sino en la máxima adoptada por el principio del deber. Lo fundamental es el carácter moral, que se construye en la elección de la máxima. El deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley. Todo otro motivo de acción es ilegítimo y espúreo. No debemos actuar para obtener la felicidad, ya que ésta es objeto de la imaginación, no de la razón. Si la felicidad fuese el objeto de nuestra acción, se lograría mejor por el instinto. Desconfía Kant de la mención a la felicidad porque de ésta surgen máximas moralmente malas y, avanzando hacia su fundamento, la última mala máxima, libre e imputable al ser humano, pero inexplicable, donde radica (influjo luterano) el “mal radical”.

El “respeto” es el sentimiento, surgido de la razón (no exactamente un sentimiento más), que nos manda acatar la ley (ya que si la máxima es el principio subjetivo de moralidad, la ley es el principio objetivo) por alcanzarse la universalización de la máxima. El respeto es diferente del placer y del miedo y se refiere siempre a personas, no a cosas. Sin embargo, el hombre se encuentra en la naturaleza. Es también una cosa entre las cosas. Es decir, está sometido a “causalidad” en su voluntad, como ser racional y en su “libertad”: propiedad de tal causalidad para operar efectivamente independientemente de factores externos que la coartan. Pero esta libertad tiene un estatuto epistemológico especial: sólo es “Faktum”, en cuando experiencia no es cognoscible. La conocemos como posibilidad de actuar una capacidad, nuestro parecer moral. En esta dinámica de libertad, lo único bueno en el mundo sin condiciones es una “buena voluntad”. Pero nuestra voluntad no es la divina: una “voluntad santa” que une actuación y perfección. A la “ley de santidad” se une en nosotros la “ley del deber”. Así, el imperativo del amor en el Evangelio sólo deja de ser “patológico” en cuanto que es “tensión hacia”. Nuestra puede ser la intención, no la imitación.

Se da, sin embargo, la confluencia entre libertad humana y causalidad natural. Es lo que refleja la primera formulación del imperativo categórico donde mi máxima es deseable como ley general. Sin embargo, la síntesis entre verdad y naturaleza va progresando en la segunda formulación del mismo que nos insta a obrar como si mi acción pudiera ser considerada ley de la misma naturaleza. Hay aquí un cariz utópico desde un yo ideal que se identifica con un “Reino de los fines”: una voluntad común de ciudadanos (influjo de Rousseau) que nos lanza a la “humanización” (ilustración) de nuestro mundo. La tercera formulación dejaría claro que ese reino es personal, hay un mundo intersubjetivo en esa “ley natural” que pide que respetemos a todo hombre “como fin en sí mismo y nunca como medio”. Nace aquí la consideración de la acción desde un extremo en el cual el yo escapa a sí mismo y se hace “causa noúmenon”, esto es, origen de lo que excede al hombre en el hombre mismo. Esa causalidad escondida se espeja también en el “hacia donde” queremos llevar nuestra acción. De modo que la acción moral no tiene un fundamento extrínseco, pero parece revelar en sí algo distinto de ella.

Desde aquí podemos considerar el otro aserto Kantiano:

B) La Moral conduce a la Religión. Ya que nuestra acción, para ser moral, necesita una idea que ponga en conexión el deber con lo que todo ser humano piensa que le es debido al cumplimiento del deber: la felicidad. Ello, según Kant, debe postular la existencia de un “bien supremo” y de un Ser Supremo que lo avale. Sin este planteamiento, ni la acción digna (no sujeta a precio) ni la tarea de moralización que nos aparece como infinita, podrían llevarse a cabo. Toda acción moral lleva en sí un componente teleológico al que Kant había aludido ya en la “Disertatio” de 1870 como “Perfectio moralis”, que hace soñar a todo hombre digno con un mundo feliz aún cuando él mismo no se sienta digno de alcanzarlo. Pero este mundo es imposible de lograr con las sólas fuerzas humanas: “¿Cómo un árbol malo puede dar frutos buenos?” Se pregunta nuestro filósofo. Sólo Dios, operando una especie de conversión, podría hacer que trabajáramos desinteresadamente haciéndonos dignos de la futura felicidad; pero, para ello hay una base suficiente en la “personalidad”: un “otro que yo de la vida” sin la cual, como señalará en la Crítica de la Razón Práctica, la vida no vale nada. De fondo, nos maravilla con idéntico asombro la analogía entre la legalidad física del cielo estrellado y nuestra propia legalidad autónoma. Así se entiende que lo que, por obediencia a la ley vivimos como “constricción”, podemos experimentarlo como “exaltación” en cuanto nos trae la noticia de nuestra pertenencia al ámbito de la “personalidad”, en la que Kant ha visto algo así como una ventana inmanente hacia la trascendencia.

Kant no ha querido contradecirse y guardar su fe en Dios y su fe en el hombre, hablando en la “personalidad” de una especie de “dos fuentes de la moral y de la religión” (en esquema posterior de Bergson). Para nosotros, su huida hacia delante es todo un retroceso. La felicidad no es renunciable y, ya desde Aristóteles, no simple cuestión instintiva.

La “personalidad” Kantiana es “más de mí – aunque desconocida -en ésta única vida” y el deseo de perfección e inmortalidad, el acicate para la cotidianeidad en bondad sin esperar recompensas, pero haciendo pagar, con la legalidad, a cada uno lo suyo, sin esperanzas ilusas y dilatorias, ofensivas de la propia dignidad.