jueves, junio 26, 2008

El saber del no-saber: La paradoja socrática

La sabiduría de Sócrates, a tenor de los primeros diálogos de Platón, consiste en hacer que sus interlocutores descubran su propia ignorancia.

Sócrates afirma no saber nada; o interpretándolo de manera más clara, afirma que lo que sabe no tiene ningún valor, no es auténtico saber, no al menos el saber que vale la pena. ¿Y qué saber es el que vale la pena? Justamente aquel que no interesa a nadie, que a nadie preocupa, por el que nadie pregunta porque no tiene utilidad.

En los diálogos “socráticos”, Platón nos muestra a numerosas personas que se cruzaban con Sócrates afirmando saber sobre tal o cual cosa (la piedad, la virtud, la justicia, el valor…), e incluso algunos decían ser “sabios” sin más. Sócrates, siempre según Platón, en principio se mostraba complaciente e ingenuo, y después pasaba a la acción. Hacía ver a su interlocutor que realmente no sabía aquello que creía saber, o mejor dicho: que aquello que sabía no valía la pena y que lo realmente valioso le era desconocido. En otras palabras: le mostraba su ignorancia por cuanto lo que afirmaba saber era como no saber nada, y porque ignoraba cuál era el auténtico saber. La reacción del interlocutor podía ser de antipatía y desprecio eternos hacia Sócrates, o bien de sometimiento y aceptación. En este último caso Sócrates mostraba el camino que él mismo estaba recorriendo e invitaba a su desarmado interlocutor a seguirle. Según Platón, casi siempre sucedía lo primero; probablemente muy pocos griegos tenían paciencia para mantener una conversación cordial con él.

Sócrates, por tanto, partiendo de una ignorancia, la suya, llega a descubrir otra, la del interlocutor. ¿Son el mismo tipo de ignorancia? No exactamente: el sabio ignora algo respecto a lo ente (a saber: que aquello que cree saber en realidad no lo sabe, mientras que aquello que efectivamente sabe es un saber trivial, no el saber que él cree) pero también sabe algo respecto al ente (justamente este saber trivial); Sócrates ignora algo en el ámbito ontológico (ignora el saber auténticamente tal) y sabe algo a nivel óntico (lo mismo que sabe, aunque lo ignore, el sabio: este saber trivial), y además sabe otra cosa, que el sabio ignora: que este saber es trivial y aquel otro es auténtico.
Pongamos un ejemplo: supongamos que Sócrates dialoga con un sabio en justicia; veamos qué saben y qué ignoran cada uno:

EL SABIO SABE:

1. qué cosas son justas o injustas

2. que posee un determinado saber

EL SABIO IGNORA:

1. que el saber que posee sólo consiste en enumerar o reconocer qué cosas son justas o injustas

2. que eso que él sabe no es un auténtico saber

3. que el auténtico saber es saber qué es la justicia

4. qué es la justicia

SÓCRATES SABE:

1. qué cosas son justas o injustas

2. que saber esto es trivial, no es auténtico saber

3. que existe un saber auténtico: saber qué es la justicia

SÓCRATES IGNORA:

1. qué es la justicia

La cuestión es, por tanto, que aquello que el sabio sabe no tiene ningún valor, cosa que él ignora, mientras que aquello que ignora sí lo tiene, cosa que también ignora. En cambio, lo que Sócrates sabe tampoco tiene ningún valor y lo que ignora sí lo tiene, y Sócrates es consciente de ambas cosas. En fin: el sabio es ignorante de su propia ignorancia y por tanto no es sabio, y Sócrates en cambio conoce la suya. Así, el ignorante deviene sabio y el sabio ignorante, ya que la ignorancia ontológica de Sócrates le hace sabio en lo óntico, mientras que el saber óntico del sabio le hace ignorante óntico (de su propio saber) y ontológico.

La manera en que Sócrates pone de manifiesto todo este círculo de saberes e ignorancias es mediante el método mayéutico, que no consiste más que en preguntar “por qué”. Pero quien haya leído algún diálogo platónico verá que la pregunta socrática no es “¿por qué…?” sino “¿qué es…?”; sin embargo es exactamente la misma cuestión: “¿Por qué esto es justo?” “Porque en esto hay justicia” “¿Y qué es, pues, la justicia?” Sócrates es sin duda el más claro ejemplo de este proceder filosófico que consiste en preguntar sobre lo ente para descubrir el ser que lo hace presente.

En los diálogos socráticos, en los que probablemente Platón reprodujo con más fidelidad la metodología de su maestro, nos llevamos desilusiones porque nunca se llega a ninguna conclusión. La cadena de “porqués” se interrumpe sin llegar a la meta, no llegamos a saber qué es la justicia, la piedad, la virtud, la amistad o el valor; al final de los diálogos tanto Sócrates como su interlocutor parecen saber lo mismo, o sea: que ambos ignoran qué es la justicia, la piedad, la virtud, la amistad o el valor. Aparentemente, pues, la cadena de “porqués” sólo sirve para evidenciar una ignorancia, y por tanto deviene una pérdida de tiempo. Pero no es del todo así: lo que se muestra, lo que queda a la vista, es un saber, y no este o aquel saber sino el auténtico saber, cuya característica esencial es permanecer ignorado, oculto, escaparse a todo intento de aprehensión. Pero en ese caso ¿no hay fin en el proceso, no hay meta, el esfuerzo es en vano? Sí que hay meta, pero una meta que se esconde, que no se deja ver, una meta de la que sólo podemos decir que la ignoramos ya que no somos más que filósofos. El “¿por qué…?” es un continuo proceso de investigación cuyo final permanece oculto; en su camino, cada “¿por qué…?” se encuentra con una respuesta que exige un nuevo “¿por qué…?” hasta que se llega a una respuesta sin “¿por qué…?. Esto habría de hacer abandonar al más optimista, ya que, como mucho, el resultado que podemos alcanzar es obtener la ignorancia de un saber al que le es esencial ser ignorado; pero Sócrates parece disfrutar con ello, como si lo que buscara fuese justamente hacer relevante este saber por cuanto lo ignoramos, por cuanto no sabemos nada de él, por cuanto es un no-saber. Parece así que Sócrates pretende poner a la vista este saber como lo que es, como una ignorancia, un no-saber.

Cobra así especial sentido la frase “sólo sé que no sé nada”: Sócrates únicamente sabe que no-sabe, que posee aquella ignorancia que le es esencial al auténtico saber; posee pues un saber sobre un no-saber, un saber de una ignorancia, en fin: sabe un no-saber. Pero este “saber un no-saber” no significa un aprehender, un conquistar, un dominar; no se puede aprehender lo que es esencialmente inaprehensible. Todo “saber sobre…” coloca al sabedor por encima de lo sabido, dominándolo; en el caso de este saber relativo al no-saber no es así. “Saber el no-saber” no quiere decir que el no-saber sea algo dominado y sometido sino más bien al contrario: lo único que se puede hacer con el no-saber es no-saberlo, y en eso consiste saberlo, lo cual no quiere decir desconocerlo o ignoralo sin más.

El hombre corriente ignora el no-saber, pero eso es debido a que él mismo es el amo de esa ignorancia, es él quien, por decirlo así, se la ha ganado; ciertamente, no sabe el no-saber, pero no saber no es lo mismo que no-saber: no-saber el no-saber es ignorarlo en el sentido de la ignorancia que le es esencial a este no-saber; no ignorancia como cualidad del hombre que ignora sino como cualidad de lo ignorado. No-saber el no-saber es contemplar cómo, después de nuestro viaje hasta él, se nos escapa, y por más que intentemos cogerlo se nos sustrae siempre.
Por otro lado, y a modo de explicación, se ha de decir que todo saber es saber de algo, pero el objeto del no-saber no es ningún objeto concreto, o lo que es lo mismo: su objeto es todo objeto, todo ente en tanto que ente, ya que de lo que se trata es de desentrañar el ser de todo ente. ¿Cómo, entonces, podemos pretender dominar, aprehender, superar este no-saber, si nosotros mismos somos una parte de él? No puede objetarse que existen saberes que atañen directamente al hombre, que lo tienen como objeto, como la psicología, y que sin embargo el hombre los domina y maneja; el hombre los domina por cuanto los aplica a otro hombre, no a él mismo: el psicólogo domina la psicología por cuanto la aplica a otra persona, que es el objeto. ¿Pero es que un psicólogo no puede autoanalizarse, o un médico no puede curarse? Efectivamente, pero sólo si se ve a sí mismo como sujeto y objeto a la vez, como médico y paciente, como dominador y dominado.

Sólo como sujeto puede el hombre dominar un saber. ¿De qué manera puede alguien ser sujeto del no-saber, y consiguientemente dominarlo? Todo desdoblamiento sujeto-objeto seguiría quedando bajo el no-saber que, no lo olvidemos, trata sobre el ser de lo ente en tanto que ente; y “en tanto que ente” quiere decir: en tanto que es, lo cual significa: en tanto que es esta o aquella cosa, sujeto u objeto, dominador o dominado. Por decirlo así, el hombre en tanto que sujeto del no-saber no deja de ser objeto de éste; no hay escape posible del no-saber, lo envuelve todo, nada queda fuera que pueda ser un sujeto sino que todo es objeto. No somos nosotros los que lo dominamos, sino al revés, él nos domina, nos somete, le somos inferiores; a pesar de esto, es preciso ser conscientes de esta inferioridad, de que el auténtico saber es un no-saber para el que todo es objeto y del que no podemos ser sujeto.

¿Es pues un saber sin sujeto? Sócrates no pregunta tanto, no hace cuestiones sobre el no-saber sino que se limita a ponerse en camino hacia él; Sócrates disfruta caminando porque en eso precisamente consiste su filosofar. Porque lo que Sócrates ofrece no es una meta sino un camino y un modo de caminar; esto es lo que le hace poco atractivo para sus interlocutores, que no desean caminar sino poder decir que ya han llegado, no importa cómo y sobre todo no importa dónde.